Guanajuato, México. Capítulo 11. La oveja negra.
Alejandro era el segundo hijo de Aristeo, si bien era un chico calmado, la muerte de su padre lo había marcado para siempre, y aunque en su abuelo don Julio y su tío Juan José veía la figura paterna, estos no eran suficientes, y más cuando faltó don Julio, por lo que Alejandro se volvió más retraído y renegado.
El era dos años menor que Natalia, y también ayudaba a doña Gertrudis en el negocio de los tamales. Sin embargo poco a poco se fue haciendo amigo de malas compañías.
– ¿A dónde vas? –preguntó doña Gertrudis al ver que Alejandro se salía del establecimiento.
– Ahorita vengo güelita.
– No, cual ahorita vengo, te regresas.
– Ay abuela, no ponga gorro, ahora vengo.
– ¡Alejandro!, ven para acá inmediatamente –gritó Carmen al ver la forma en que le contestaba a su mamá
– Qué pasó –contestó el adolecente enfadado.
– Te metes ahorita mismo a la cocina y para la próxima que te oiga contestarle así a tu abuela te voy a voltear la cara de la cachetada que te daré.
– Está bien mamá, perdón güela –dijo el adolecente con desparpajo.
– Ay mijo, pos’ yo no sé pa’ onde’ va todos los días, de seguro a juntarse con el Edgar verdad.
– No güelita, namas voy aquí a la esquina a jugar un rato.
– Pues no me gusta que te juntes con ese muchachito, no es buena influencia para ti, ni siquiera terminó la secundaria, mira, la dejó en primer año.
Edgar era un muchacho que vivía en la colonia pero sus papás nunca le ponían atención, así que se había salido de la secundaria y lo único que hacía era vagabundear, aunque algunos decían que ya había robado varias veces a señoras a la salida del mercado, o esos eran los rumores. Alejandro había sentido simpatía con el muchachito, pero al mismo tiempo le empezaba a enseñar malos hábitos, como el fumar.
– Ándale güey no te hagas, fúmale así, si no se te va a salir por la nariz.
– No puedo –decía Alejandro mientras tosía por el humo del cigarro.
– Tas’ bien güey.
Alejandro quería enormemente a Natalia, a fin de cuentas eran hermanos de ambos padres, ellos lo sabían y por eso su relación era más estrecha que con los demás, él no tenía dinero, y el poco que ganaba lo estaba guardando para comprarle un regalo a su querida hermana. Sin embargo el regalo que quería darle, un collar de oro, era lo suficientemente caro para el poco dinero que había reunido, por lo que estaba preocupado.
– Pues mira güey, hay una forma en la que puedes tener muuucho dinero –le dijo Edgar una vez que escuchó el problema que Alejandro tenía.
– Tas’ pendejo, yo no voy a robar, eso no está bien.
– Pues allá tú, pero la quinceañera se acerca y si no le regalas nada a tu hermana te vas a ver mal –dijo Edgar con la única intención de hacer cómplice de sus fechorías al pobre chiquillo.
– No, eso no está bien, ¿y si nos atrapan?, ¿y si nos meten a la cárcel?, no, qué va a hacer mi mamacita.
– No nos va a pasar nada, piénsalo güey y mañana me dices.
Pasó el día, Alejandro se mostró extraño, en la hora de la cena casi no comió bocado.
– Alex, no comiste nada –le dijo Luciana.
– No tenía hambre.
– ¿Te pasa algo?
– Nada Any –así le decía de cariño.
Esa noche casi no pudo dormir, por un lado, el sentimiento de querer comprarle a su hermana un hermoso regalo, por el otro, la moral que lo atormentaba al saber que si aceptaba cometer el robo, iba a hacer algo malo «¿qué hago, qué hago?» pensaba hasta que el sueño terminó por vencerlo y durmió.
–Está bien güey te voy a ayudar con el robo, pero prométeme que no nos pasará nada –le dijo Alejandro al siguiente día, se había despertado con esa determinación y había ido a comentárselo a su “amigo”.
– Ya dijiste güey, mira esto es lo que vamos a hacer: aquí a la vuelta está la farmacia, he visto que ganan re-bien, sólo es cuestión de que yo me meta y tú me eches aguas.
– Va, pero… no nos va a pasar nada… ¿verdad?
– Oh, pues ya te dije que no, no seas marica, es más, ahorita es la mejor hora, nada más está la vieja, como te dije, tú te quedas afuera mientras yo la amago con esto –Edgar le enseñó una pistola.
– ¡No güey, así no! –dijo Alejandro asustado por el arma.
– Mira morrito ya me está cansando tu jotería, así que si no quieres cooperar, aquí mismo te dejo dos plomazos para que aprendas.
– Está… está bien, vamos –contestó aterrorizado.
Los dos adolescentes se dirigieron a la farmacia, era aún temprano, por lo que no había mucha gente, aunque si estaban todos los comerciantes que descargaban su mercancía en sus puestos. Los muchachillos se pararon enfrente de la farmacia, Edgar le dio la instrucción a Alejandro para que se quedara afuera. El otro quedó se quedó muy quieto, Edgar entró a la farmacia.
En la mente de Alejandro pasaban muchas cosas, estaba arrepentido, sabía que si algo salía mal, su mamá y su abuelita no se lo perdonarían, y más si iba a la cárcel, el pobre estaba ya petrificado, sudaba y tenía los ojos abiertos, su corazón dio un vuelco cuando vio pasar a varios policías de barrio. No les quitaba la vista hasta que vio que se alejaban, en eso oyó un grito.
– ¡Pélate güey, pélate! –era Edgar que salía corriendo a toda prisa, Alejandro no hizo otra cosa que seguir a su compañero, detrás de Edgar salió la señora de la farmacia gritando y pidiendo ayuda.
– ¡Auxilio, me acaban de robar, policía! ¡POLICIA! –oía Alejandro mientras se alejaba del lugar, pero al voltear a ver a la señora, tropezó y cayó de bruces sobre un puesto de frutas.
– ¡Ora güey fíjate pendejo por dónde vas! –dijo el dueño del puesto.
– ¡Deténganlo, es uno de los ladrones! –gritó la dueña de la farmacia, pronto fue detenido por los demás comerciantes.
– ¡¿A dónde crees que vas?! –le dijo otro de los vendedores y lo agarró por la espalda.
– ¡DÈJEME YO NO HICE NADA, YO NO HICE NADA! –gritaba Alejandro mientras veía que Edgar se alejaba a toda prisa.
– ¡¿Qué pasa aquí?! –preguntó un policía al llegar a la escena.
– ¡Éste peladito, que me robó en la farmacia, junto con su compañero! –contestó la señora.
– ¡YO NO HICE NADA, YO NO HICE NADA! –repetía Alejandro aterrorizado.
– Te vamos a llevar a la delegación –advirtió el policía.
– ¡NO, NO ME HAGA NADA, YO NO HICE NADA! –balbuceaba Alejandro, quien ya estaba blanco del susto.
– Natalia, ve a buscar a Alejandro, no sé en dónde se metería este muchacho.
– ¡Doña Carmen, doña Carmen! –llegó corriendo un niño al establecimiento de tamales.
– ¡¿Qué pasa minino?!
– ¡Alejandro, se lo está llevando la policía!, quesque porque robó.
– ¡Qué estás diciendo! –gritó doña Gertrudis.
– ¡La señora de la farmacia, doña Toña, dice que le robó junto con el Edgar!
– ¡Ay Dios mío! ¡Vete hija, ve a ver qué pasa! –dijo doña Gertrudis angustiada.
– ¡Jesús, María y José, namás esto nos faltaba! –dijo Marcela.
– ¡Acompáñame hija, vamos a ver qué está pasando! –Carmen estaba atónita a lo que había escuchado e iba a investigar qué era lo que había pasado con su hijo.
– ¡Se lo llevaron a la delegación, ándele doña Carmen! –le dijo el niño y se fue corriendo, mientras Carmen y Natalia tomaban un taxi.
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